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PORTADA ODELA3Estudio sobre la valoración nutricional de recetas de casquería – “Menuts”

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Callos, sesos, tripas, manitas… ¿Te abren el apetito o todo lo contrario?

Cada vez consumimos menos casquería en casa, pero los cocineros la adoran: «Deberíamos desconfiar de un restaurante que no la sirva»

Callos, sesos, tripas, manitas... ¿Te abren el apetito o todo lo contrario?
Ilustración: S. I. B.
Carlos Benito
CARLOS BENITO
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Si queremos dividir a un grupo de personas en dos bandos, no tenemos más que recitarles lo siguiente: callos, manitas, sesos, morros, oreja, hígado, criadillas, tripas, lengua, riñones. Podríamos seguir, pero seguro que con esas diez palabras ya basta para que parte de nuestra audiencia haga una mueca de asco, de horror, de náusea ante las costumbres bárbaras de quienes siguen comiendo esas cosas. ¿Y los demás? Probablemente alguno ya estará buscando la mesa para sentarse y dar buena cuenta del banquete, a ser posible con un vinillo rico. La casquería, que ha formado parte de nuestra dieta durante siglos, polariza hoy en día a los comensales y está cada vez más ausente de las casas, a la vez que vive tiempos de auge en las cartas más selectas.

Al hablar de casquería, los historiadores de la alimentación suelen remontarse a los egipcios, a los griegos o a aquellos decadentes festines romanos donde se degustaban manjares como la lengua de flamenco o la vulva de cerda. Pero, más que evocar al troglodita que devoraba hígados o citar los «duelos y quebrantos» que se zampaba Alonso Quijano los sábados (un revuelto de huevos, torreznos, jamón, manteca y sesos), quizá lo interesante sea darnos cuenta de lo cerca que nos queda la costumbre de aprovechar el despiece completo del ganado: a nuestros padres o nuestros abuelos -o a la última generación de nuestra familia que haya criado animales- ni se les pasaba por la cabeza desdeñar lo que se ha dado en llamar equívocamente despojos, como si se tratase de residuos desechables. La casquería es el ‘quinto cuarto’, todo lo que no forma parte de la canal del bicho, y eso supone más del 40% del peso en el ganado vacuno y alrededor del 25% en el porcino. ¡Como para no darle uso!

Sin embargo, en las últimas décadas, cada vez hay más gente que se echa atrás ante la posibilidad de comer casquería. A ello contribuyen varios factores. Uno de ellos fue la enfermedad de las vacas locas, que marcó productos como los sesos. Otro es el elevado contenido en colesterol de muchos de estos platos: aunque vísceras como el hígado, el corazón y el riñón son ricas en proteínas, hierro, colesterol y vitaminas liposolubles A y D, la Fundación Española del Corazón recomienda tomarlas «muy esporádicamente». Y, finalmente, hay un componente que podríamos llamar estético: cuando incluso el hecho de comer carne se cuestiona en ciertos ambientes, encararse a una cabeza de cordero puede resultar insoportable para algunas sensibilidades, por mucho que aprovechar al máximo los animales que matamos tenga algo de deber ético y medioambiental. Según los Datos de Consumo en Hogares del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, a finales del siglo pasado comíamos más de kilo y medio anual de despojos por cabeza, pero en 2011 ya andábamos por los tres cuartos de kilo, pese a que los inmigrantes (en especial, los latinoamericanos) son grandes amantes de estos productos. «Hay platos tradicionales que se van recuperando, pero la casquería requiere cocciones más lentas que otros alimentos y vivimos en una falta de tiempo constante», lamenta Hugo Rodríguez Cueria, apoderado de la empresa Intrisa, la Industrial Tripera del Norte. Geográficamente, las comunidades más ‘casqueras’ son Cataluña, Castilla y León, La Rioja y Baleares.

«Cuanto más los aprovechemos, menos animales habrá que criar»

Los profesionales del sector están convencidos de que la casquería tiene mucho futuro: «Estos productos nunca nos han dejado del todo y ahora vuelven con fuerza. Son una de las nuevas tendencias gastronómicas y un reto en la alta cocina», sostiene Hugo Rodríguez Cueria, apoderado de la empresa Intrisa. Él cita los callos, las carrilleras, el rabo, las mollejas y el hígado como ingredientes que «pegan fuerte de nuevo», pese a las exigencias que plantea a veces su preparación. «Además –añade–, el consumo de casquería tiene un carácter ecológico y de protección del medio ambiente y contribuye a combatir el cambio climático: cuanto más aprovechemos de cada animal, menos animales habrá que criar y serán menores la contaminación y la producción de gases con efecto invernadero».

«Son elaboraciones que requieren mucho tiempo. La mayoría de las amas de casa no pueden permitirse hoy comprar callos crudos, por ejemplo», asiente desde su retiro pandémico de la Cerdanya el gastrónomo Miquel Brossa, que hace unos años dedicó a este asunto el libro ‘Canaille’, publicado por Planeta. Brossa es un firme defensor del principio de que «a menos riesgo, menos interés gastronómico» y prefiere hablar de ‘cocina canalla’, es decir, aquellas preparaciones que no son aceptadas por un sector más o menos amplio de los consumidores: ahí se pueden sumar a la casquería platos como los caracoles, la lamprea, el ‘steak tartare’ o la becada. «Para algunas personas, son canallas el 80% de los platos gastronómicos», ironiza Brossa, que se deleita en contar cómo ha visto a supuestos sibaritas que se escondían a la hora del ‘steak tartare’ o pedían que les sustituyesen por otro plato un pecho de paloma. «La casquería está socialmente mal considerada. Ocurre incluso entre los profesionales, como si el que vende solomillo mirara por encima del hombro al que vende estos otros productos. Yo me he declarado apóstol de lo canalla porque es una posición de lucha contra la mentira», afirma este enemigo de los «frenos mentales», que identifica la sangre, los ojos, los sesos y las criadillas (o sea, los testículos) como reyes en el ‘hit parade’ del rechazo.

En cambio, en la hostelería, la casquería no parece haber perdido terreno. Nos topamos con ella a todos los niveles. En las tabernas, uno puede viajar por España de ración en ración, desde la tortilla del Sacromonte granadino, con sus sesos y sus criadillas, hasta la oreja a feira de Galicia, pasando por los callos y gallinejas de Madrid, el botillo berciano o el morteruelo de Cuenca. Los menús del día más tradicionales incluyen a menudo alguna opción para tentar a los devotos de la casquería, como lengua en salsa, hígado encebollado o guiso de rabo. Y los chefs más ambiciosos adoran las texturas y los sabores que les brindan estos «hermanos pobres que no lo son tanto», por citar directamente a Ferran Adrià, que en elBulli sirvió desde su mítico tuétano con caviar y crema de coliflor hasta una hilera de diminutos sesitos de conejo.

«Deberíamos desconfiar de un restaurante que no tiene nada de casquería, igual que se decía antes de los cocineros delgados. Es como la caza: algo difícil de cocinar en casa, que pierde su excelencia si no está al punto, que exige una pericia…», analiza el chef Fernando Canales, de los restaurantes bilbaínos Etxanobe. En uno de ellos, La Despensa, sirve una vizcaína de callos, morros y patas: «Usamos patas de ternera, que casi no caben en la olla, y ahora le empezamos a echar tendones, que calientes son como seda en la boca pero fríos permitirían hacer una pelota de fútbol. Los callos es mejor cocerlos enteros y eso nos obliga a meter una cazuela dentro de la marmita, para que los mantenga sin flotar», explica, como ejemplo de las sutilezas de esta cocina.

Tempura de cerebro de pato salvaje recien extraida de su craneo roto

Foto original de luxybubbles

 

Cráneos y bocadillos

En su otro establecimiento, El Atelier, ofrece unas manitas de cerdo deshuesadas y cocinadas con jengibre, limón y manzana. «Están exquisitas. La semana pasada, levantaba la camarera el plato y una señora le preguntó: ‘¿Qué era esto tan rico que hemos comido?’. Cuando le explicó que se trataba de manitas, se quedó de piedra: ‘¡Manitas! ¡Pero si no las he comido en la vida!’. El prejuicio está en la cabeza y no en el paladar». Canales achaca el retroceso de la casquería en los hogares a varios factores. Por un lado, a su textura, ya que existe cierta «aversión a lo blando, a lo pegajoso, a la gelatina». Por otro, está la propia dificultad a la hora de limpiarla y prepararla: «Es la misma historia que con la caza: yo tengo cazadores que me regalan sus piezas a cambio de que les cocine algunas». Y, finalmente, ocurre que muchos jóvenes ya no han mamado en casa esos sabores: «Tienen en su repertorio la salsa de soja, pero no la casquería».

Si les preguntamos a nuestros expertos culinarios por un plato de casquería que les haya marcado de algún modo, tiran por extremos opuestos. Miquel Brossa, siempre provocador, evoca un seso de pato salvaje en tempura preparado por el danés René Redzepi, uno de los mejores chefs del mundo: «El muy bestia lo sirvió con el cráneo del pato abierto, es decir, con todo el número de circo y fieras. Mucha gente habría apretado a correr, pero, como ya le has pagado el cien por cien del menú tres meses antes…», se ríe. La memoria de Fernando Canales, en cambio, se escapa a un humilde bar y, más allá, a la mesa siempre añorada de la infancia: «Viví dos años en Madrid y, los sábados por la noche, solíamos ir a un sitio que ya no existe, donde comíamos bocadillos de sesos. ¡Nos poníamos ciegos! También a mi padre le encantaban los sesos, rebozados con harina y huevo».